jueves, 17 de febrero de 2011

Cine de ley: la obra maestra de los Coen.

Cine puro. Ni clásico, ni moderno, ni posmoderno. Sobran los adjetivos. Valor de ley es, simplemente, cine. La obra más serena y madura de los Coen. La menos afectada o intelectualizada. Y por ello la mejor y más sincera. ¿Qué quiere decir sinceridad cuando se trata de cine de género -un western- y de la reescritura de una película de Henry Hathaway que a su vez se basaba en una gran novela de Charles Portis? Quiere decir enfrentarse a la memoria (del western y de la América por él mitificada en la última épica moderna); a los autores que les han moldeado (las muchas presencias que, de La noche del cazador a los westerns más duros de Ford, Hawks o Leone, se transparentan sin imponerse como citas); a los problemas primeros (lealtad, amor, amistad, venganza, justicia) y últimos (lucha entre el bien y el mal) que marcan la existencia del ser humano; al propio talento como posibilidad y límite; y al cine como discurso construido sobre otros discursos, experiencia subjetiva objetivada a través de las convenciones narrativas y formales del género y configuración definitiva de un estilo tan seguro que puede permitirse el lujo de hacerse invisible.



Al abordar el género de los géneros los Coen han rodado su obra maestra. No siempre han tenido esta suerte. Su filmografía agrupa tantos títulos excelentes (Sangre fácil, Muerte entre las flores, Fargo, No es país para viejos) como fallidos a causa de esa afectación, lindante con la pedantería, que suele acechar a los realizadores norteamericanos demasiado imbuidos de autorialidad o indigestados de cine europeo. En este caso se enfrentan a cuerpo limpio con el género más grande del cine americano, aportándole su obra más considerable desde Sin perdón de Eastwood.


Basten dos ejemplos del puro cine que crean. Ambos tienen que ver con la presentación de los protagonistas. La chica de 14 años que ha de afrontar sola las consecuencias del asesinato de su padre -interpretada por la jovencísima Hailee Steinfeld con una concentración dramática asombrosa- queda retratada con tres pinceladas: su llegada al pueblo (tras la que se trasparenta la de Claudia Cardinale en Hasta que llegó su hora), su disputa con el tratante de ganado y su noche en la funeraria. El segundo es la presentación del Marshall Rooster Cogburn -extraordinario Jeff Bridges paseándose sobre el filo de la navaja del exceso- durante el juicio, a través del recurso -propio de los grandes cineastas- del desvelamiento progresivo: se le oye mientras declara en un juicio y la chica sube hacia la sala hasta adentrarse entre la multitud que la abarrota; después se entrevé -en plano subjetivo que reproduce el punto de vista de ella, abriéndose paso hasta llegar a la primera fila- declarando difuminado por la luz, celado por los cuerpos en contraluz de quienes asisten al juicio; y por fin se muestra en plano completo, figura monumental y terrible, encarnación de la justicia y la venganza tal y como la joven las imagina y desea para hacer justicia a su padre. Así se presenta un personaje. Esto es cine.


Presentados los caracteres troncales, la trama se despliega a través de las ramas del ranger de Texas (Matt Damon) que se une a la persecución y del forajido perseguido (Josh Brolin) y sus compinches, volcándose hacia los grandes espacios abiertos que la épica del género exige. Los Coen afrontan con éxito los desafíos de unir realismo y épica, tragedia e ironía, crueldad y ternura, el cansado escepticismo del viejo Marshall y la vitalidad de la chica; con la juvenil arrogancia del ranger como fiel de la balanza. El realismo y la Historia son la muerte del western que, como toda épica, es una reelaboración poética y mítica de relatos fundacionales. Insertar el humor o la ironía en un western trágico-épico es un don que pocos realizadores -Ford, Hawks- han tenido. Los Coen lo logran, triunfando en todos los desafíos.

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