miércoles, 16 de marzo de 2011

Ahora tengo un Oscar, pero eso no me salva de la deportación.

 Esther no tiene alfrombra roja en su casa. Ha ido al cine un par de veces en su vida, siempre acompañada por sus maestros. Nunca ha viajado a Los Ángeles, pero sabe perfectamente dónde está, porque a sus 12 años es una experta con sobresaliente en Geografía. Esther no estuvo hace una semana en el Kodak Theatre, pero ha ganado un Oscar. Su testimonio, junto al de sus compañeros de clase Mohammed y Johannes, le ha valido el premio de la Academia a los cineastas norteamericanos Karen Goodman y Kirk Simon, en la categoría de mejor cortometraje documental, por su obra Strangers no more (Extraños nunca más). Su historia es la de uno de los 830 alumnos del colegio público Bialik-Rogozin, al sur de Tel Aviv, un centro en el que conviven niños de 48 nacionalidades diferentes, la mayoría, arribados a Israel de forma irregular. Niños que, en un número de 400, van a ser expulsados del país en las próximas dos semanas, junto con sus padres, de vuelta a los países que abandonaron por el hambre, el paro, la persecución o la guerra. Niños como Esther, a la que una estatuilla dorada sólo sirve como pretexto para sonreir de nuevo (es incansable), pero no para obtener una estancia legal. Ella es una de los niños que deberán abandonar Israel, deportada a la Suráfrica de la que escapó junto con su padre, Emanuel, tras el asesinato de su madre a manos de unos familiares. Había rencillas de dinero de por medio y ahora temen regresar y correr la misma suerte. "Ahora tengo un Oscar, pero eso no me salva de la expulsión", resume. La bendición de Hollywood no evita la orden implacable del Ministerio del Interior. Su ultraconservador responsable, Eli Yishai, no cede: "Mi misión es preservar la mayoría judía de Israel"


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